Clarice Lispector | Sobrantes1 de Carnaval

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Traducción directa del portugués de Luis Alberto Vittor


No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles donde revoloteaban  despojos de serpentinas y papel picado. Una que otra mojigata,2 con la cabeza cubierta por una mantilla,3 iba  a la Iglesia, atravesando la calle que ha quedado tan  extremadamente vacía al término del carnaval. Hasta que llegase el año próximo. Y cuando la fiesta se  acercaba, ¿cómo explicar la profunda emoción que me embargaba? Como si el fin del mundo, de pimpollo que era, se abriese en una gran rosa escarlata. Cómo si las calles y las plazas de Recife explicasen para qué habían sido hechas. Como si las voces humanas cantaran por fin esa capacidad de placer que estaba secreta en mi. El Carnaval era mío, mío.

Sin embargo, en realidad, poco participaba en él. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación, me dejaban quedarme hasta las 11 de la noche en la puerta, al pie de la escalera, de la planta alta4 dónde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás. Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un lanza-perfume y una bolsa de papel picado. Ah, escribir se está volviendo difícil. Porque siento que me  quedará el corazón ensombrecido al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que con casi nada me transformaba en una niña feliz.

¿Y las máscaras? Les tenía miedo, pero el miedo era una parte vital y necesaria porque coincidía con mi más profunda sospecha de que el rostro humano era también una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo al pie de la escalera de mi puerta, súbitamente entraba en  contacto necesario con mi mundo interior, que no estaba habitado tan sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto con los enmascarados era, pues, esencial para mi.

No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le cruzaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero le pedía a una de mis hermanas que me rizara el cabello lacio que tanto disgusto me causaba, y al menos durante tres días al año podía tener la vanidad de lucir el cabello rizado. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi invencible deseo de ser muchacha —casi no podía esperar la salida de una infancia vulnerable— y me pintaba la boca con pintalabios muy marcado pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.

Pero hubo un carnaval distinto de todos los demás. Tan milagroso que no podía creer que me fuera dado, a mi,  que ya había aprendido a conformarme con muy poco. Sucedió que la madre de una amiga decidió disfrazar a su hija y el nombre comercial del modelo del disfraz era Rosa. Para ello compró  hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.

Fue entonces cuando, por pura casualidad, sucedió lo imprevisto: sobró papel crepé, y mucho. Y la madre de mi amiga –tal vez respondiendo a mi muda súplica, a mi muda envidia desesperada, o tal vez por pura bondad, ya que sobraba papel– decidió hacer también para mí un disfraz de rosa con lo que quedaba. En aquel carnaval, entonces, por primera vez en la vida tendría lo que siempre había querido:  ser otra y no yo misma.

Hasta los preparativos me dejaban atontada de felicidad. Nunca me sentí tan activa: minuciosamente, mi amiga y yo calculábamos todo, bajo el disfraz usaríamos enagua porque si llovía y el disfraz se deshacía por lo menos estaríamos de algún modo vestidas –la idea de una lluvia nos dejara de repente en enagua por la calle, para nuestros pudores femeninos de ocho años, nos hacía morir  anticipadamente de vergüenza–, ¡pero ah! ¡Dios nos ayudaría! ¡no llovería! En cuanto al hecho de que mi disfraz sólo existía gracias a las sobras de otro, me engullí con un poco de dolor mi  orgullo, que siempre fue feroz, y acepté humildemente la limosna que me daba el destino.

¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único con disfraz, tuvo que ser tan melancólico? El domingo, a la mañana temprano, yo ya tenía puestos los ruleros para que los rulos quedaran bien marcados para la tarde. Pero, la ansiedad era tanta, que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! llegaron las tres de la tarde: con cuidado de no rasgar el papel me vestí de rosa. Perdoné muchas cosas  que me sucedieron, mucho peores que ésta. Pero a ésta ni siquiera ahora puedo entenderla: ¿es irracional el juego de dados del destino? Es despiadado. Cuando estaba vestida  de papel crepé todo  armado, todavía con los ruleros puestos y sin lápiz labial y rubor, la salud de mi madre empeoró mucho súbitamente, hubo un alboroto repentino en la casa y me mandaron a comprar un remedio a la farmacia. Fui corriendo vestida de rosa –pero con el rostro todavía descubierto pues no tenía la máscara de muchacha que cubriría mi tan expuesta vida infantil–, fui corriendo,  corriendo, perpleja, atónita, entre serpentinas, papel picado y gritos de carnaval. La alegría de los otros me espantaba.

Cuando horas más tarde la atmósfera en mi casa se calmó, mi hermana me peinó y me pintó. Pero algo había muerto en mí. Y, como esas historias que había leído sobre hadas que encantaban y desencantaban personas, fui desencantada; ya no era una rosa, era de nuevo una simple niña. Bajé a la calle y allí, de pie, yo no era una flor; era un payaso pensativo de labios rojos. En mi  hambre de sentir el éxtasis, a veces empezaba  alegrarme, pero con remordimiento recordaba el grave estado de mi madre y moría de nuevo.

Solo unas horas después vino mi salvación. Y si me aferré a ella tan presurosamente fue porque tenía una gran necesidad de salvarme. Un niño de unos doce años, lo que para mí representaba un  muchacho, ese niño muy guapo se detuvo frente a mí y, con mezcla de cariño, grosería, juego y sensualidad cubrióme el cabello ya alisado de papel picado: por un instante nos quedamos frente a frente, sonriendo, sin hablar. Y yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que por fin alguien me había reconocido: Era, ahora sí, una rosa.






RESTOS1 DO CARNAVAL


Não, não deste último carnaval. Mas não sei por que este me transportou para a minha infância e para as quartas-feiras de cinzas nas ruas mortas onde esvoaçavam despojos de serpentina e confete. Uma ou outra beata2 com um véu3 cobrindo a cabeça ia à igreja, atravessando a rua tão extremamente vazia que se segue ao carnaval. Até que viesse o outro ano. E quando a festa já ia se aproximando, como explicar a agitação que me tomava? Como se enfim o mundo se abrisse de botão que era em grande rosa escarlate. Como se as ruas e praças do Recife enfim explicassem para que tinham sido feitas. Como se vozes humanas enfim cantassem a capacidade de prazer que era secreta em mim. Carnaval era meu, meu.

No entanto, na realidade, eu dele pouco participava. Nunca tinha ido a um baile infantil, nunca me haviam fantasiado. Em compensação deixavam-me ficar até umas 11 horas da noite à porta do pé de escada do sobrado4 onde morávamos, olhando ávida os outros se divertirem. Duas coisas preciosas eu ganhava então e economizava-as com avareza para durarem os três dias: um lança-perfume e um saco de confete. Ah, está se tornando difícil escrever. Porque sinto como ficarei de coração escuro ao constatar que, mesmo me agregando tão pouco à alegria, eu era de tal modo sedenta que um quase nada já me tornava uma menina feliz.

E as máscaras? Eu tinha medo, mas era um medo vital e necessário porque vinha de encontro à minha mais profunda suspeita de que o rosto humano também fosse uma espécie de máscara. À porta do meu pé de escada, se um mascarado falava comigo, eu de súbito entrava no contato indispensável com o meu mundo interior, que não era feito só de duendes e príncipes encantados, mas de pessoas com o seu mistério. Até meu susto com os mascarados, pois, era essencial para mim.

Não me fantasiavam: no meio das preocupações com minha mãe doente, ninguém em casa tinha cabeça para carnaval de criança. Mas eu pedia a uma de minhas irmãs para enrolar aqueles meus cabelos lisos que me causavam tanto desgosto e tinha então a vaidade de possuir cabelos frisados pelo menos durante três dias por ano. Nesses três dias, ainda, minha irmã acedia ao meu sonho intenso de ser uma moça - eu mal podia esperar pela saída de uma infância vulnerável - e pintava minha boca de batom bem forte, passando também ruge nas minhas faces. Então eu me sentia bonita e feminina, eu escapava da meninice.

Mas houve um carnaval diferente dos outros. Tão milagroso que eu não conseguia acreditar que tanto me fosse dado, eu, que já aprendera a pedir pouco. É que a mãe de uma amiga minha resolvera fantasiar a filha e o nome da fantasia era no figurino Rosa. Para isso comprara folhas e folhas de papel crepom cor-de-rosa, com os quais, suponho, pretendia imitar as pétalas de uma flor. Boquiaberta, eu assistia pouco a pouco à fantasia tomando forma e se criando. Embora de pétalas o papel crepom nem de longe lembrasse, eu pensava seriamente que era uma das fantasias mais belas que jamais vira.

Foi quando aconteceu, por simples acaso, o inesperado: sobrou papel crepom, e muito. E a mãe de minha amiga - talvez atendendo a meu mudo apelo, ao meu mudo desespero de inveja, ou talvez por pura bondade, já que sobrara papel - resolveu fazer para mim também uma fantasia de rosa com o que restara de material. Naquele carnaval, pois, pela primeira vez na vida eu teria o que sempre quisera: ia ser outra que não eu mesma.

Até os preparativos já me deixavam tonta de felicidade. Nunca me sentira tão ocupada: minuciosamente, minha amiga e eu calculávamos tudo, embaixo da fantasia usaríamos combinação, pois se chovesse e a fantasia se derretesse pelo menos estaríamos de algum modo vestidas - àidéia de uma chuva que de repente nos deixasse, nos nossos pudores femininos de oito anos, de combinação na rua, morríamos previamente de vergonha - mas ah! Deus nos ajudaria! não choveria! Quando ao fato de minha fantasia só existir por causa das sobras de outra, engoli com alguma dor meu orgulho que sempre fora feroz, e aceitei humilde o que o destino me dava de esmola.

Mas por que exatamente aquele carnaval, o único de fantasia, teve que ser tão melancólico? De manhã cedo no domingo eu já estava de cabelos enrolados para que até de tarde o frisado pegasse bem. Mas os minutos não passavam, de tanta ansiedade. Enfim, enfim! Chegaram três horas da tarde: com cuidado para não rasgar o papel, eu me vesti de rosa.

Muitas coisas que me aconteceram tão piores que estas, eu já perdoei. No entanto essa não posso sequer entender agora: o jogo de dados de um destino é irracional? É impiedoso. Quando eu estava vestida de papel crepom todo armado, ainda com os cabelos enrolados e ainda sem batom e ruge - minha mãe de súbito piorou muito de saúde, um alvoroço repentino se criou em casa e mandaram-me comprar depressa um remédio na farmácia. Fui correndo vestida de rosa - mas o rosto ainda nu não tinha a máscara de moça que cobriria minha tão exposta vida infantil - fui correndo, correndo, perplexa, atônita, entre serpentinas, confetes e gritos de carnaval. A alegria dos outros me espantava.

Quando horas depois a atmosfera em casa acalmou-se, minha irmã me penteou e pintou-me. Mas alguma coisa tinha morrido em mim. E, como nas histórias que eu havia lido, sobre fadas que encantavam e desencantavam pessoas, eu fora desencantada; não era mais uma rosa, era de novo uma simples menina. Desci até a rua e ali de pé eu não era uma flor, era um palhaço pensativo de lábios encarnados. Na minha fome de sentir êxtase, às vezes começava a ficar alegre mas com remorso lembrava-me do estado grave de minha mãe e de novo eu morria.

Só horas depois é que veio a salvação. E se depressa agarrei-me a ela é porque tanto precisava me salvar. Um menino de uns 12 anos, o que para mim significava um rapaz, esse menino muito bonito parou diante de mim e, numa mistura de carinho, grossura, brincadeira e sensualidade, cobriu meus cabelos já lisos de confete: por um instante ficamos nos defrontando, sorrindo, sem falar. E eu então, mulherzinha de 8 anos, considerei pelo resto da noite que enfim alguém me havia reconhecido: eu era, sim, uma rosa.


* El cuento «Restos do Carnaval» forma parte del libro Felicidade Clandestina, Rio de Janeiro: Editora Sabiá 1971 [1ª edição].


NOTAS DEL TRADUCTOR



1. En portugués la palabra «restos» admite, al igual que en el español, el significado de «restos»; «sobras»; «sobrantes»; también el de «ruinas» y de «despojos»; por ejemplo, «restos mortais» significa «restos mortales» o «despojos mortales.» Traducimos «restos» por «sobrantes» porque la autora alude a las sobras o sobrantes de papel crepé con los que la madre de la amiga de la narradora confecciona el disfraz de carnaval.

2. En portugués, al igual que en el castellano, el término «beata» se aplica actualmente a la mujer «muy devota», «santurruna» o «mojigata», a aquella mujer que está «siempre metida en cosas de Iglesia». Preferimos traducir el término portugués «beata» por «mojigata» para darle toda la fuerza expresiva que el término beata tiene tanto en la lengua portuguesa como en la española. «Beata», por lo general, se dice de la persona de religiosidad exagerada o fingida. Este uso coloquial del término «beata» en la lengua española tiene un extenso registro histórico que viene desde la Edad Media y tendrá una consideración negativa en la literatura hispánica, hispanoamericana, lusoamericana y europea medieval como se refleja en este cuento de Clarice Lispector. En la Edad Media las beatas y beguinas eran mujeres que para tratar de escapar de la presión familiar y social que se ejercía por parte de la sociedad medieval buscaron formar parte de la vida religiosa integrándose en conventos y monasterios. La etimología de la palabra «beata, beato» (adjetivo, beata, beato, o sustantivo, el beato, la beata) equivale al adjetivo latino beatus, a, um, que, entre sus acepciones incluye las de feliz, dichoso, contento, afortunado, satisfecho, alegre, colmado de bienes, rico. Deriva este adjetivo del verbo beo, as, are, que significa enriquecer, hacer feliz. En época clásica se generaliza el sentido de «feliz» como lo evidencia el libro de Séneca De vita beata [Sobre la vida feliz] y aquel famoso «beatus» de Horacio: «Beatus ille qui procul negotiis, /ut prisca gens mortalium...» [«feliz aquel que lejos de los afanes como la antigua raza de los hombres...» Parece ser que Cicerón acuñó el nombre derivado «beatitudo, -tudinis»,  «felicidad más bien interior, una especie de beatitud» (makarismós en griego). En latín cristiano «beatus» tomó la acepción de «bienaventurado» o de «santo» reproduciendo el makários griego. Por ejemplo, la Vulgata traduce Mateo 5:3 «Μακάριοι οἱ πτωχοὶ τῷ πνεύματι, ὅτι αὐτῶν ἐστιν ἡ βασιλεία τῶν οὐρανῶν» como «beati pauperes spiritu, quoniam ipsorum est regnum caelorum» [Bienaventurados sean los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.» Por este motivo, la legislación eclesiástica consideraba beatos a aquellos cristianos que habían merecido que Dios les hiciera felices, por lo que se consideraban oficialmente beatos a aquellos que se encuentran a un paso solamente de la canonización. Véase Palacios Alcalde, M., «Las beatas ante la Inquisición» en Hispania Sacra, Revista de Historia Eclesiástica de España, año 40, enero-junio, 1988, Centro de Estudios históricos. CSIC, Madrid, 1988, pp. 107-131, cita de las páginas 110-111.

3. En portugués el término «véu» significa literalmente «velo», pero, al igual que en español, designa a la mantilla o tocado femenino que antes la mujer creyente usaba para cubrir su cabeza antes de ingresar a la Iglesia. Si bien en portugués existe el término «mantilha» que es un equivalente exacto al español «mantilla», tradujimos «véu» por «mantilla» porque en nuestra lengua hace referencia al tocado femenino que usaban las creyentes católicas para ingresar a la iglesia; el «velo», en cambio, designa al tocado de las novias. Por otra parte, el vocablo portugués «véu» designa a todo lo que sirve para encubrir u ocultar: la oscuridad, el pretexto, la noche, la apariencia, etc.

4. En portugués el término «sobrado» hace referencia a una casa con dos plantas: una baja y otra alta. Por lo general, la expresión «planta de sobrado» se refiere a la planta alta o piso superior de una casa.


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